A medida que pasan los años nuestra memoria nos va
abandonando. Olvidamos nombres, lugares, comidas y todas esas cosas
notablemente inútiles que tiene la vida. O quizá nuestra memoria comienza a ser
más selectiva: pasamos de recordar todas y cada una de las figuritas que solíamos
coleccionar a tratar de no olvidar que pastilla tenemos que tomar, cuando
vencen los impuestos, que jabón en polvo es mas conveniente, etc.
Sin embargo existen situaciones que escapan a nuestro
control y se vuelven inolvidables e incluso nos persiguen, algunas agradables
como el primer amor, la primera mascota, y otras no tanto como la que pasaré a contar
ahora.
Por ese entonces entrenaba seguido, cosa que con mi nueva
vida citadina se fue tornando más difícil. Distancias más grandes, horarios
ajustados, independencia económica,
todos factores que confluyeron para impedir mi crecimiento como deportista.
Viví hasta los
dieciocho años en una ciudad pequeña, casi pueblo, aunque bien equipada. Las
plazas con sus arboles verdes que contrastaban con el marrón general del
ambiente, negocios chicos con grandes carteles luminosos cuya intención era
resaltar, cosa inútil ya que todos los conocían como “el negocio de fulano”, o “el
que que está a la vuelta de lo de mengano”, cosas de pueblo. La catedral, una
iglesia reconstruida tras un terremoto en el siglo pasado, era una de las
(pocas) atracciones para los turistas. Un poco más alejado del centro de la
ciudad se encontraba el polideportivo municipal. Se trataba de un predio enorme
que con el paso de los años había crecido y paso de ser una cancha precaria en
donde se practicaban casi en simultaneo varias disciplinas, a ser uno de los
mejores en el país. Contaba en su momento de plenitud con tres canchas de
fútbol, dos de rugby, una de césped sintética para el hockey, más de treinta
canchas de tenis de diversas superficies, pista de atletismo y, como frutilla
del postre, una pileta de medidas olímpicas climatizada.
Como sabrá aquel que vivió en una ciudad pequeña, cualquier
novedad era comentada por todos y no se hablaba en este lugar de otra cosa que
no fuera la nueva instalación. Y así, como niños que se empujan para conseguir
el mejor lugar al momento de la piñata, familias enteras concurrían desde
temprano al lugar para no quedarse afuera, ya que a pesar de ser grande tenía
capacidad limitada y quedaba claro el interés de todo el pueblo por concurrir.
En esas largas y tortuosas filas bajo los rayos incesantes
del sol se veían los más variados personajes: Doña Marta con sus cinco hijos,
las respectivas novias y los respectivos hijos; Ana Laura y María Celeste las
blondas capitanas del equipo de hockey del lugar; el equipo de fútbol cinco que
había terminado de entrenar y sin previa ducha esperaban para entrar a la
pileta y encarar a todo ser con biquini que rondara; etc.
Como dije, por ese entonces entrenaba y un día decidí, pese
a mis nulas ganas de participar de esas filas interminables, inscribirme en la
pileta e ir a nadar. Debo decir que fue una buena decisión ya que como es
sabido, la natación es uno de los deportes más completos que se pueden
practicar. Durante ese mes conocí gente y comencé a hacerme amigo de las
personas que trabajaban allí. Recuerdo a Carolina la señora del bufé, Mariano el
guardavidas y especialmente a Don Julián, el señor encargado de la limpieza.
Digo especialmente porque era una tipo serio y reservado, hablaba poco,
respondía con monosílabos. Se lo veía siempre con su uniforme de trabajo gris,
uniforme que en algún momento supo ser blanco pulcro. Los años al parecer
habían causado los mismos daños en su ropa y en él. Otra cuestión particular de
Don Julián era que nunca se metía a la pileta como los demás empleados. Estos
lo hacían al finalizar el día cuando ya las familias se habían ido y quedábamos
solo los que entrenábamos. Cuando se le preguntaba respondía entre dientes: No
nado.
En fin, un hombre solitario.
Las señoras solían decir que Don Julián era un hombre feliz
y que tenía una familia, pero desde la muerte de su hija hacía ya un buen par
de años se había abandonado. Se divorció y que ahora vivía solo en una casucha
en un barrio periférico. Pero como se sabe en todo el mundo, desde que han
existido las viejas, han existido a la par grandes historias. Estas historias
tenían un condimento más, según algunos, Marianella la hija de Don Julián había
muerto ahogada en una pileta. Giros necesarios para una buena tragedia. Cosas
de pueblo…
En lo que a mí respecta, Julián era un viejo solitario y
poco más que eso.
Hasta ese día…
Las personas despiertan todos los días pidiendo grandes
emociones que los hagan olvidar por un momento lo monótonas que son sus vidas.
Desde el basurero hasta el político, todos quieren ser tapa de diarios,
revistas y resaltar aunque sea por un instante, del resto. Ese día esta ciudad
recibió esa oportunidad, aunque les aseguro, ninguno lo pensó así.
Tarde de calor era sinónimo por esas latitudes de tardes en
el agua, y a falta de grandes ríos, o lagos la solución era esa bendita pileta
pública. Unos amigos me habían convencido de ir con ellos y no viendo una mejor
alternativa decidí acompañarlos. Me sorprendió ver como aquel lugar casi vació
en el cual yo entrenaba se había convertido en el equivalente más cercano a una
plaza: gente en reposeras, niños jugando por todos lados, vendedores de comida,
todo en un espacio grande pero cerrado.
Aunque hubo algo que me sorprendió todavía más. Subido a una
de las tribunas ubicadas al lado de la pileta pude ver a Don Julián en ojotas, sin
su uniforme de trabajo, con una nena. A primera vista parecían un abuelo con su
nieta pero luego de mirar detenidamente me di con que se trataba de Marianita,
una nena de unos seis años que vivía con su hermano de 8 en la calle. Sabido
era que Don Julián más de una vez había ayudado a estos niños y especialmente a
Marianita, a quien consideraba como una hija, quizá ahí estuvo el problema…
La imagen era inverosímil, el solitario Don Julián entró a la
pileta y le estaba enseñando a nadar a la pequeña. Sonreí mirando la imagen y
decidí bajar a nadar o a intentar ya que la gente seguía siendo mucha.
Habían pasado un par de horas ya. Me encontraba sentado al
borde de la pileta con los amigos con los que había ido y otras personas más
que fueron sumándose al grupo. A pesar de que era ya de noche las familias y
los niños seguían allí, había sido un día de mucho calor y esto era
consecuencia de ello.
Me había olvidado por completo del viejo y la nena. Los
busqué entre los flotadores y pelotas y los encontré. Marianita ya nadaba por
debajo del agua, siempre acompañada por Don Julián por supuesto. Tanta fue mi
emoción al ver esa imagen que necesitaba compartirla con alguien más y me
acerqué a un amigo:
-Miralo a Don Julián, hace rato que le está enseñando a
nadar a Marianita
Lo que primero fue una sonrisa en su rostro se fue
transformando casi sin escalas a una expresión de shock y me dijo…
-No le está enseñando a nadar, la está ahogando…
No se dio cuenta y dijo esto último en voz alta. Las
personas abandonaron en ese momento todo lo que estaban haciendo y se
abalanzaron sobre el hombre.
¡¿Don Julián que está haciendo por Dios?! Dijeron casi todos
al tiempo.
La imagen era desconcertante. El hombre mantenía el cuerpo de la niña bajo
el agua y ante todas las miradas, con los ojos llenos de lágrimas repetía las
mismas palabras…
-No la cuidaban. Nadie la cuidaba, yo le quería enseñar a
nadar para que no le pase lo que le pasó a mi Marianella. Nadie la cuidaba…
No se trataba de una situación clásica de homicidio, no, era
un hombre destruido por completo. La policía y las personas presentes no lo
vieron así y Don Julián fue preso.
Ese día, la ciudad fue noticia en todos lados. Todos supieron
de la existencia de esa enorme y lujosa pileta. Por una desgracia decían, por una
desgracia…
La memoria se vuelve selectiva. Uno recuerda lo que no
debería, o eso nos queremos hacer creer…
Al fin y al cabo son cosas de pueblo.