lunes, 25 de agosto de 2014

20 días que parecieron ser más noches

¿Qué es el tiempo? ¿Se trata de algo real o es una construcción necesaria para nuestra vida occidental? ¿Cómo sabemos cuando dar cuerda y cuando parar el reloj? ¿Por qué todo pasa más rápido cuando la estás pasando bien? ¿Para hacer un huevo duro hay que esperar primero a que hierva el agua? Todo es cuestión de perspectiva...

Si de algo me di cuenta desde que vivo es en este lugar es que todo, absolutamente todo, va más rápido. La ciudad tiene un ritmo infernal que afecta e interfiere desde lo más mínimo hasta lo más significativo, de hecho, es muy difícil frenar y tratar de quedarse a un costado, o eso me parece.
Quizá vea esto así debido a mi condición de pueblerino. De donde yo vengo las cosas no son así.
Las personas en las calles pasean, no caminan ni corren, pasean, sea en hora pico o en cualquier otro momento (exceptuando el de la siesta, ahí hasta el paseo se suspende). Los semáforos están todos a destiempo provocando que el tránsito no sea fluido, los automovilistas no distinguen entre el carril rápido y el normal. Los kiosqueros tardan hora y media en despacharte un paquete de fideos, pero aprovechan este tiempo para contar todo acerca del nuevo marido de la cuñada de la mujer de la esquina. Prioridades.
Todo esto, entre otras cosas, lleva a que todo sea lento. Es decir la ciudad hace que las personas y sus relaciones sigan determinado ritmo (o quizá sea al revés). Creo que eso puede extenderse a todas las ciudades del mundo, como una cuestión relacional, el binomio ciudad-gente. En fin...
Todo es más lento que acá

En esta ciudad la vida pasa de otra forma, su aceleración propia hace que uno pierda a veces la noción del tiempo.

Sin ir más lejos, se nota en mi casa. Desde el día en que en este departamento el reloj de pared se detuvo a las seis menos diez de la mañana (sé que fue de la mañana porque recuerdo haber estado escuchando el tic-tac del reloj en ese momento. Puro rock mi vida) perdí la noción del tiempo. Hasta ese momento, pretendía llevar una vida a horario, pero un día el reloj se paró y ya nunca más supe si eran las dos de la tarde, las cinco de la mañana o si era lunes. Desde ese instante siempre fueron las seis menos diez, un momento que dura eternamente.
Se nota en las relaciones humanas. Uno en poco tiempo conoce y pasa mucho tiempo con personas hasta el punto de generar una confianza poco usual si se toma en cuenta la rapidez del asunto. 
Se nota en los modos de vida. Se pasa de ser hijo, ser hermano a ser inquilino, ser estudiante universitario, a ser solo. Y todo de golpe.

Por eso nunca viene mal tratar de frenarse un poco y mirar hacia atrás. Y es en ese momento en que uno se da cuenta de que perdió la noción del tiempo de nuevo, de que la percepción es errada, de que todo sucedió sin que nos diéramos cuenta. Culpa de la ciudad, culpa del reloj, vaya uno a saber.
 De algo hay que estar seguros: si nos parece que las cosas pasan a un ritmo acelerado es porque se trata de algo bueno, de algo positivo, de algo que uno se encarga de disfrutar sin percatarse de como transcurren los días, las semanas, etc. Los malos momentos, en cambio, suelen parecernos más eternos.
Yo llevo contados los días que me vengo levantando con un malestar en la garganta por ejemplo (un verano en agosto no podía pasar sin dejar un rastro negativo) y pienso en cuanto tiempo más va a durar. En cambio, no fue hasta ayer que caí en la cuenta, casi sin querer, de que pasaron veinte días que parecieron ser más noches.

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